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Día de la Victoria

  • Gonzalo Abella
  • 6 may 2020
  • 3 Min. de lectura

Pasaron exactamente 75 años, tres cuartos de siglo. El 9 de mayo de 1945 se rindió lo que quedaba de la máquina nazi. Sus jefes hubieran deseado hacerlo ante los “aliados” occidentales, pero debieron hacerlo ante el Mariscal Zhúkov del Ejército Rojo.

Berlín había caído unos días antes, pero en esos momentos los tanques soviéticos entraban en Praga y eran recibidos por pueblo enfervorizado y, a su frente, los guerrilleros que ya habían liberado la ciudad. Precisamente en una plaza de Praga, en el lugar del inolvidable abrazo, hay una placa conmemorativa, redactada en checo y en ruso, que dice “exactamente aquí terminó la Segunda Guerra Mundial”.

En las risas mezcladas con llanto de los praguenses estaba condensado todo el dolor, muy especialmente el de la aldea mártir de Lídice, exterminada hasta su último niño. Fue la venganza porque los checos habían ajusticiado a Heydrich, mano derecha de Hitler en la región.

Fusionados en el abrazo, en la retina de aquellos jóvenes soldados rojos liberadores estaba todavía la visión de los campos de exterminio, cuyo horror había condensado lo que su propia tierra había sufrido. A la muerte de sus padres y madres, en el frente y en la retaguardia, se sumaba la muerte de muchos de sus hermanos y compañeros de secundaria, transformados en soldados, enfermeras y guerrilleros y guerrilleras en las zonas temporariamente ocupadas: habían integrado la “Joven Guardia Obrera y Campesina”.

Recuerdo perfectamente el 9 de mayo de 1979 en los parques de Moscú. Todavía vivían miles de veteranos que ese día se congregaban cada cual y cada cuala con sus medallas, cada cual y cada cuala en el parque donde estarían sus antiguos compañeros de destacamento o de unidad. Sus muletas, sus puntos de apoyo, muchas veces eran sus emocionados nietos con uniforme de la organización de pioneros. En cada parque los veteranos se abrazaban y se besaban pasando revista a sus antiguas memorias y a sus nuevos muertos. Entonces llegaba el momento culminante: un puñado de jóvenes del servicio militar, en uniforme de gala, llegaban desfilando marcialmente presentando a los emocionados veteranos la desteñida bandera bajo la que habían combatido. De a uno, los entrañables viejos y las bellísimas viejas ponían una rodilla en tierra, algunos tambaleándose y siempre apoyados por brazos cariñosos, para besar su bandera con la hoz, el martillo y el distintivo de su unidad de combate.

Recuerdo que ese día había sol. Junto a las murallas del Kremlin, en el Jardín de Alejandro, la tumba del Soldado Desconocido, escoltada como siempre, estaba acompañada ese día de una pirámide inmensa de flores de primavera. Volví a leer por milésima vez su placa: “Tu nombre no se recuerda, tu nombre no se olvidará jamás”.

En la película soviética “Liberación” un destacamento es informado de que la guerra terminó. Todos se abrazan jubilosos y en un primer plano una enfermera militar se pone a llorar desconsoladamente.

Hay una hermosa canción sobre el Día de la Victoria que habla de aquellos adolescentes que en junio del 41 pasaron de la noche del baile de graduación a un amanecer de trincheras, y volvieron a sus casas en 1945 con tempranas canas en su cabeza. En la letra de esa canción se dice:

“Hola, mamá, no volvimos todos, quiero correr descalzo por el parque. Recorrí media Europa para acercar este día nuestro, que huele a pólvora y tiene canas en la sien; este día de alegría hasta llorar, Día de Victoria”.

Y dicho sea de paso, ese día también la tumba de Stalin amanecía con flores.

El maestro Gonzalo Abella, escritor, es dirigente nacional de Unidad Popular, dos veces candidato a la Presidencia de la República

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