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No tengamos temor de recordar el comienzo de la Revolución agraria Artiguista

  • Prof. Pablo Freire
  • 28 feb 2019
  • 5 Min. de lectura

La Mañana de Asencio, óleo de Carlos María Herrera.

(Escribe el profesor Pablo Freire) 28 de febrero de 1811

¿A qué pudiéramos temer? A pensar en que la idea pasó de moda, a que hay interpretaciones más actualizadas, a que esa época quedó enterrada en el pasado. Son varios los orígenes de los partidarios de la amnesia y la desinformación, a saber: los grandes medio de difusión, todos los centros de estudio formal y no formal asociados y dependientes de los poderes imperialistas y también el gobierno, mal que nos pese. El gobierno anunció para el bicentenario de 1811 grandes fastos de recuerdos. Ya lo vimos, todo fue superficial y además ahí quedó. Y peor con el año 15, que tendría que haber sido el momento de revivir la cuestión agraria. La figura de Artigas quedó casi como una caricatura: el retrato de un señor de uniforme (que nunca usó) parado junto a una puerta (donde nunca estuvo como adulto). Un señor que decía frases, que repetía las fórmulas del pensamiento liberal de la época y que era bueno con los pobres. Sin ir más lejos, ¿cuándo se va a debatir por qué no regresó al lugar al que dicen que él mismo liberó?

La idea central que planteamos es que el 28 de febrero se produjo el comienzo de un levantamiento popular armado en la campaña oriental, que tomó forma política en ese mismo año, que tuvo su máximo desarrollo en 1815, que fue hostigado y finalmente derrotado en forma militar a partir de 1817 y que fue después demolido por todos los gobiernos que hubo en el Uruguay a partir de 1830. Primero anuladas las decisiones, es decir los repartos de tierra y después condenadas al olvido las ideas y las acciones.

Aquello no fue un proceso de comarca, fue un episodio dentro de la formación de los imperios mercantiles impulsados por la alta burguesía europea, que entre acuerdos y guerras se fueron repartiendo el mundo y también a sus habitantes. El relato de los genocidios cometidos en América y en África es enorme y no ha terminado. Claro que aquello no fue una lucha de buenos contra malos, según como se mire, o de españoles contra aborígenes, como en nuestro caso. Porque el traslado de la civilización ibérica a América supuso algo inevitable, además del idioma y las instituciones. Vino también la lucha de clases, y que me perdonen los ojos sensibles.

El Río de la Plata no había calificado entre las opciones mejores para los nuevos amos, sobre todo desde que se comprobó que no era una vía acuática hacia el Pacífico y no había metales preciosos. La propia Banda Oriental fue designado como la tierra de ningún provecho. Hasta que apareció el ganado vacuno, no por casualidad traído por un funcionario nacido en América y a quien se le atribuye haber negociado con tribus de pueblos originarios para que no mataran de inmediato a aquellos animales. Interesante definición del criollo y de los indios, porque en definitiva esto funcionó y se formó la “mina de cuero”.

La materia prima requerida por la revolución industrial europea estaba ahí y las formas de producción elementales se instalaron pronto. Hubo lo que no deja de ser un cambio tecnológico que repercutió largamente en la sociedad del lugar. Se dejó de cazar a bala, porque se dañaba el cuero, que era lo más valioso para exportar y se pasó a usar otros útiles que pronto se transformarían en armas: el desjarretador, que era la adaptación de una lanza manejada por jinetes y el cuchillo. Legiones de casi centauros surgieron, de los más hábiles y lúcidos saldrían los futuros guerreros y caudillos de pago.

Y así llegamos al problema, de largo desarrollo, todavía no resuelto, de la apropiación de la tierra que hacía posible hacerse de la riqueza derivada del ganado. Y aparece la forma de propiedad sobre la que desde tiempos coloniales se discutía en la teoría y en la práctica. Y que en estos tiempos de tecnocracia y seudorenovación ideológica se oye cada vez menos: el latifundio. ¿Cómo se llegaba a ser propietario de estas gigantescas superficies. Por cierto que no eran el resultado del ahorro ni el fruto de inversiones productivas. Los latifundios se conseguían de dos formas: por donación real o por denuncia. La donación real requería tener influencia que moviera la voluntad de alguien cercano al monarca, obviamente en España. Es decir tener amistades o parientes y siempre dinero para untar las manos necesarias. Las denuncias de tierras sin propietario las podía hacer quien en Buenos Aires o en Montevideo tuviera la capacidad de formar una hueste para instalarse en un lugar de la campaña, señalarlo como propio y hacer los trámites, que tenían sus costos, para que los terrenos fueran reconocidos como propios. Así, sin haber comprado nada, o sea, sin respetar el “natural” derecho de propiedad, nació el latifundio colonial. A partir de entonces los sucesivos propietarios se convirtieron en acérrimos defensores del derecho de propiedad privada. ¿Paradoja?

Estos propietarios por lo general no residían en la campaña. Desde las ciudades nombradas, donde eran propietarios de otros emprendimientos, mandaban una o dos veces por año a una tropa de faeneros, expertos cazadores de ganado, quienes volvían con un cargamento de lo que se valoraba entonces, los cueros.

Había otros habitantes. Los pueblos originarios, progresivamente expulsados y despojados y finalmente exterminados por el primer gobierno constitucional. Exterminio de sus agrupamientos, no de su cultura que todavía espera un mayor estudio.

Otros habitantes eran quienes protagonizarían en primer plano las luchas desde 1811 a 1820. Los paisanos, personas de distintos orígenes étnicos, que se afincaban, que trabajaban ocasionalmente en épocas de grandes faenas, que podían tener pequeñas tropas a las que debían amansar y alguna agricultura de subsistencia, solo que siempre sin título de propiedad, porque le eran de hecho y de derecho inaccesible. Ya están presentados los dos grandes rivales por la tierra y el ganado; por la riqueza y la subsistencia. Se agregan otros: los negros esclavos y los fugados, los comerciantes instalados y los itinerantes, Los curas, que eran del sector letrado y que podían y algunos lo hacían, leer periódicos y libros.

La cruz de los caminos la representaba el latifundio, forma de propiedad que había sido estudiada y denunciada como origen de varios males por la administración colonial, la que había ensayado formas de reducirlo, en una de las cuales participó el propio Artigas. Los paisanos lo sabían bien porque eran muchas las ocasiones en que los grandes propietarios lograban la expulsiones de los que no tenían títulos de propiedad de sus pequeñas parcelas.

La chispa que convirtió la rivalidad en guerra fue una medida impositiva del gobierno de Montevideo para financiar la guerra contra el de Buenos Aires, había que pagar en plazo breve para quedarse en su tierra, si no, la amenaza de desalojo. La burguesía mercantil de uno y otro de los puertos en guerra por el dominio de la campaña oriental.

Los paisanos que se levantaron en armas fueron los perjudicados por el monopolio comercial y el latifundio, que ahora los amenazaba nada menos que con echarlos de su tierra.

No fue un levantamiento espontáneo. Artigas ya había desertado y se sabía que el gobierno criollo de Buenos Aires lo había nombrado teniente coronel.

Los que comenzaron aquel movimiento son bien representativos de la opción que tomaron los perjudicados por las clases dominantes .Los dos caudillos, Viera y Benavidez, un capataz de estancia, de origen portugués y un cabo de milicia. Y el incipiente ejército, los jinetes paisanos que transformaron sus herramientas en armas.

Las memorias históricas -usamos el plural porque corresponden a diferentes clases sociales-, son varias. Los descendientes de la burguesía mercantil y terrateniente optaron por el olvido o por la parodia del homenaje al gaucho, del paisano no hablan. Algunos herederos de los sectores populares también se volvieron olvidadizos. No está de más recordar algunas de las contradicciones sobre las que se asienta nuestro origen nacional. La historia no se repite, las contradicciones de clase se mantienen y hay que tomar partido.

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