Humanismo que rescata: Programa educativo en cárceles uruguayas
- La Juventud Diario
- 6 ene 2019
- 4 Min. de lectura

La mayoría de los uruguayos nunca hemos entrado a una cárcel, lugar que imaginamos peligroso, oscuro, sucio y hacinado, por lo que hemos visto en películas, informes de prensa o en alguna novela ambientada en ese inframundo del que esperamos jamás nos toque formar parte.
Aníbal Terán Castromán
Cuando me enteré que la profesora Mónica Ramírez participaba de un programa de educación carcelaria, pensé que sería interesante preguntarle sobre esa experiencia. Conociendo su sensibilidad social, su calidez humana, su compromiso ciudadano, sabía que obtendría algo más que valioso material periodístico. Así fue, su relato constituye un testimonio trascedente que nos sitúa en un lugar desde donde entender mejor lo que sucede tras los muros de una prisión, donde se gesta gran parte del problema de inseguridad pública que a todos nos preocupa.
¿Qué idea tenías del sistema carcelario antes de trabajar como docente en el INR? Ingresé a un establecimiento carcelario por primera vez en el año 2012. Creo que la imagen más clara que tenía de lo que era un dispositivo carcelario fue responsabilidad de Michel Foucault a través de su texto Vigilar y Castigar. Al llegar a Cárcel Central, esa configuración del dispositivo como control se confirmó, pero la realidad resultó más cruel aun que en la concepción de Foucault. Si bien se trataba de un centro de reclusión “modelo” en relación a los existentes en nuestro país, a mí me pareció un lugar terriblemente inhóspito y carente de humanidad. A pesar de eso, lejos estaba todavía de caracterizar adecuadamente una cárcel. Lo que viviría tiempo después en contacto con el centro penitenciario Canelones, Penal de Libertad y Las Rosas, no tenía punto de comparación. El hacinamiento de las celdas, la falta de higiene de los espacios comunes y compartidos, la ausencia total de intimidad de los reclusos llegan a ocasionar todo tipo de roces en la comunicación, lo cual deviene finalmente en problemas de relacionamiento entre reclusos y con los funcionarios.
Un panorama espejo de la Divina Comedia de Dante.
¿Qué te sorprendió más cuando tomaste contacto con la realidad? Lo que más me llamó la atención fue la naturalidad con la que, tanto funcionarios como reclusos, actúan. Se produce una adaptación casi biológica a los parámetros del sistema que hace de la cárcel el mejor lugar para reproducir la desigualdad y el estancamiento. Se naturalizan las condiciones de vida. Se vive en una lógica prácticamente animal. Se vuelven habituales los ritos y las ceremonias propias del funcionamiento del establecimiento. Se acentúan las jerarquías y se da por sentado la falta de derechos de los reclusos y la obsecuencia con que se le hace culto a la autoridad, ya sea policial, judicial o normativas en general. Es común escuchar a un privado de libertad vivir esperanzado en que la justicia solucionará su situación y que pronto cumplirá su condena. Estudian y trabajan con la ilusión de que el Juez les conceda una limosna de tiempo fuera, ya sea en la transitoria, en la reducción o en la ampliación de la visita. Es un panorama desalentador para el necesario cuestionamiento que pretendemos se haga al sistema.
¿Qué experiencias te desanimaron y que experiencias te motivaron a seguir en esta tarea? Nada me ha desanimado hasta el momento. Tal vez porque entré a trabajar allí con mínimas expectativas en relación al entorno. Desde el primer día creí que sería muy difícil cambiar la mirada a un modelo que tiene instalada la corrupción en su seno y cuya cabeza pensante no está presente en las cárceles. El centro de reclusión no deja de ser el dispositivo de control del que habla Foucault, un simple recurso que utiliza el sistema para mantener a raya a los “revoltosos sociales”. El desafío mayor allí, en mi opinión, es el de lograr que se apropien de una herramienta crítica que les permita cuestionar al sistema mismo que los consume y que sean capaces de revisar su propia interioridad que lleva una carga de violencia producto de años de abandono, indignidad, rechazo y exclusión. La motivación más grande es poder ver el proceso de los que logran apropiarse de la educación como herramienta crítica. Y en pocos casos, pero no por ello menos meritorios, ver cómo deciden cambiar su vida. Tal es el caso de dos liberados: Uno de ellos tomó contacto conmigo recientemente para contarme que se había reencontrado con su hija y con su vida y que se sentía feliz por ello, que tiene proyectos y que próximamente se inscribirá para hacer el profesorado de Geografía porque el proyecto secundaria en la cárcel logró que recordara la importancia de la educación. El otro está actualmente como adherente del Partido Humanista (Unidad Popular) con muchas ganas de trabajar por el cambio y transformando su vida poco a poco. Esas son las historias que vale la pena contar y por las cuales nosotros, quienes nos dedicamos a esta profesión, bregamos cada día.
¿Qué sugerencias harías para mejorar lo que hoy es el INR? Creo que no se puede pretender mejorar lo que nace mal parido. Para lograr humanizar el contacto con las personas privadas de libertad no basta con crear una institución independiente del ámbito policial. Es prácticamente imposible que cambie el trato si no logramos desbaratar el sistema que instala la violencia y que considera a las PPL (Personas Privadas de Libertad) material de desecho y funcionales al sistema de desigualdades. Son parte de un negocio que no tiene responsable visible pero que llena sus arcas con el tráfico de armas, la venta de sustancias tóxicas, la trata de personas y todo tipo de comercio que dan ganancias a unos pocos que impunemente dicen pelear “consecuentemente” por la erradicación de la delincuencia. Es imposible humanizar a las instituciones si el sistema de base que las produce y las sostiene, es un sistema hipócrita, corrupto, enfermo e inhumano.
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