Columna Mitos antiguos y nuevos
- La Juventud Diario
- 3 may 2018
- 3 Min. de lectura

Por Gonzalo Abella Integrante del Coordinador Nacional de la UP
Las leyendas sobrenaturales son tan antiguas como la Humanidad. En tiempos de Comunismo Originario expresaban las suposiciones que se hacían los pueblos para explicar los fenómenos que observaban en su entorno. A veces, en forma mágica pero en contenido concreto, relataban regularidades de la Naturaleza cuyo descubrimiento era fruto del trabajo colectivo, eran un producto de su experiencia acumulada. Otras veces la leyenda se desarrollaba en torno a mitos fundacionales, cuando el imaginario colectivo iba adornando de atributos sobrehumanos a las mujeres y los hombres que fueron los antepasados más remotos de esa Comunidad. En este último caso, se buscaba fortalecer en las nuevas generaciones un sentimiento de pertenencia y de orgullo tribal. En las sociedades opresoras, lo sobrenatural formó parte de la manipulación en manos de castas sacerdotales, o directamente desde el Poder, el cual alegó la bendición divina para justificar su perpetuidad. Fue una estrategia de sometimiento. Una estructura vertical de dioses y semidioses, u otras entidades espirituales igualmente diferenciadas por jerarquías, iluminaban e inspiraban a los miembros de las clases dominantes y a los ejecutores de sus políticas. Los pueblos que resistían crearon sus propios relatos sobrenaturales. Además crearon rituales para acceder al mensaje de los espíritus directamente, sin mediadores oficiales, a través de ritos colectivos de incorporación y leyendo las señales de la Naturaleza. La religiosidad popular pasó a ser un campo de la lucha de clases. Hubo Instituciones religiosas de base popular que fueron manipuladas por el Poder para aprovecharse de ellas, y hubo religiones del Poder que fueron re leídas en un sentido rebelde por el imaginario colectivo del pueblo. Un ejemplo de todo esto fue el debate teológico que se dio en las Misiones Jesuíticas que existieron sobre el Río Paraguay, en el Alto Uruguay y la Chiquitania hasta 1768. Los jesuitas traían una versión del Cristianismo manipulada por el Poder, pero lejos del Vaticano y en el seno del colectivismo agrícola, la Compañía se partió en dos en cuanto a la interpretación del Evangelio que traían. Además debían comunicarse con los pueblos en lenguas cuya estructura gramatical exaltaba lo grupal tanto como sus sustantivos y sus adjetivos. En el siglo XVIII nace allí, del seno mismo de una doctrina de la resignación, una doctrina de la rebeldía y de la fraternidad, atributos inspirados tanto en la vida de esos pueblos como en las prácticas de vida colectiva de las primeras comunidades cristianas, prácticas relatadas en la mismísima Biblia. En 1768, (José Artigas tenía 4 años de edad) el poder colonial español y portugués redujo a ruinas humeantes las Misiones Jesuíticas. Pero muchas familias guaraní cristianas quedaron en esas ruinas, viviendo una vida de catacumbas, sembrando obstinadamente su maíz y su yerba mate, su mandioca y sus frutales, y ocultándose en la selva ribereña cada vez que soldados o mamelucos venían a asesinarlos o esclavizarlos. La Misa, celebrada por un hombre o una mujer de la misma colectividad, en las runas de un templo o en un refugio selvático, pasó a ser ritual de confirmación identitaria. Y allí surgieron los mitos y leyendas evocando aquella guerra de resistencia ahogada en sangre en 1768. Sepé Tiarayú, cacique cristiano caído en combate en aquel año, no era solo un héroe, sino un elegido. Sobre su frente había un sistema de lunares que reflejaban la Cruz del Sur. Cuando murió, el mismísimo Jesús bajó del Cielo y lo llevó con Él. La Iglesia de los poderosos dice que no fue así, pero los abuelos, obviamente, saben más. Por eso en tierra misionera riograndense existe, desde el 1800, un pueblo que se llama San Sepé. De la estirpe de esta resistencia misionera, de revolución y mística, era Andrés Guacurarí, llamado Andresito Artigas o Artiguinhas. Fue Gobernador de la Provincia de Misiones y Comandante General de Corrientes en los tiempos de la Liga Federal de los Pueblos Libres. Dicen que su fantasma recorre hoy los esteros de Iberá (y-verá, “agua luminosa”) y protege a campesinos y pescadores artesanales que resisten los monocultivos gringos. Yo no vi nunca el espectro de Andresito, pero no me creo por ello mejor, ni mucho menos más sabio, que los abuelos de Taragüí que sí lo sienten.
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