Columna Estudio y trabajo
- La Juventud Diario
- 26 feb 2018
- 3 Min. de lectura
Por Gonzalo Abella Integrante del Coordinador Nacional de la UP
A pesar de los discursos y las instituciones vinculadas a los Derechos Humanos, en el siglo XXI sobrevive en todo el planeta, y especialmente en los países empobrecidos, la explotación infantil. No podemos aceptarlo. Como dijo Rafael Barret: que haya hombres pobres y hombres ricos es una injusticia; pero que haya niños ricos y niños pobres es una monstruosidad. Peor aún es la indigencia infantil y su contexto. Dentro de los horrores del mundo contemporáneo, la explotación infantil como mano de obra esclava o asalariada debería ser inadmisible. Pero al igual que el tráfico y la trata de personas, la explotación infantil es expresión de los males que el Capitalismo no puede solucionar. El capitalismo no puede atentar contra el Mercado, porque el Mercado es su madre. Sin embargo, cuando se habla de “prohibir el trabajo infantil” en abstracto, se corre el riesgo de menospreciar el trabajo como un componente de la formación de la personalidad. Más aún: en algunos sectores de la población vinculados a formas tradicionales de vida y producción, el trabajo de todos (adecuado a la diversidad de cada uno) es requisito de calidad de vida y garantía de la cohesión familiar. En los pueblos originarios, la integración familiar y colectiva al trabajo es una fiesta, y con fiesta se recibe al nuevo participante. Al llegar a la edad correspondiente, los rituales de iniciación habilitan a la personalidad en desarrollo para nuevas responsabilidades; este proceso no empieza a los 18 años sino, escalonadamente, mucho antes. De la misma forma, la Educación que queremos para nuestros niños y adolescentes debe formar en los valores del trabajo colectivo, del esfuerzo que cumple un servicio social, de la alegría de construir juntos, cada uno según su capacidad. Esto tiene que ver con los valores pero también con las capacidades intelectuales. Las capacidades intelectuales deben ir mucho más allá de la instrucción y la información. El bombardeo de imágenes y sonidos, el cordón umbilical con internet, la tecno-dependencia, generan una sobreexcitación que reemplaza la capacidad de pensar con la cabeza propia, y menos aún con una cabeza colectiva. No hay pausas, no hay momentos para impulsar el pensamiento creativo. La Humanidad empezó a pensar gracias al trabajo colectivo. Sin manos actuando juntas no hubiera llegado al lenguaje articulado, y sin lenguaje articulado no hubiera llegado al pensamiento abstracto. Trabajar con las manos es el primer paso para programar un resultado y perseguirlo con el rigor y la alegría del que crea. Marx decía que el peor arquitecto se diferencia del mejor enjambre de abejas en el hecho de que ese arquitecto sabe a dónde quiere ir con su proyecto, ya lo tiene en la mente. La huerta escolar es el modelo perfecto para ilustrar esta necesidad. Los maestros rurales seguidores de Agustín Ferreiro sabían que si hay huerta escolar que los niños sienten como propia, porque ellos la trabajan, es más fácil impartir Geometría calculando perímetros y superficies de los canteros; Aritmética calculando volúmenes de semillas, insumos y cosechas; Geografía, haciendo del plano de la huerta la introducción al concepto de mapa geográfico; Historia, haciendo de la gráfica del crecimiento de semillas la introducción a las convenciones de las gráficas lineales de Historia y -por supuesto- Ciencias Naturales. No hay educación integral para niños sin incorporar el trabajo como herramienta formativa: en la Escuela, en la casa y en la comunidad.
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