Columna Identidad Nacional (VI)
- La Juventud Diario
- 9 ene 2018
- 3 Min. de lectura

Por Gonzalo Abella Integrante del Coordinador Nacional de Unidad Popular
El Estado uruguayo nace en 1830 como un acuerdo diplomático entre los estados vecinos y la diplomacia británica. Ni el pueblo oriental ni sus dirigentes fueron consultados. La Constitución fue la antítesis del proyecto popular de 1813. Desde el Paraguay, Artigas, indignado, se negó a legitimar el nuevo Estado. El Estado debía decidir sobre un tema crucial: las tierras repartidas en 1815. Se decidió que los únicos títulos válidos eran los anteriores, los del tiempo colonial, y esto desencadenó una Contra-reforma Agraria que inevitablemente llevaría a una nueva escalada de violencia. No se destaca el vínculo entre Contra revolución Agraria y muerte, porque las víctimas fueron principalmente las comunidades charrúas. Eran comunidades “agauchadas” en cuyo seno se refugiaron todos los nuevos expropiados para defender sus derechos amenazados. Por eso, el genocidio charrúa no fue limpieza étnica, sino Contra revolución Agraria. En cambio, el Estado riverista no desalojó a los pequeños y medianos productores rurales con título otorgado por el Cabildo colonial; legislaciones sucesivas se encargarían de ajustar cuentas con estos “cimarrones”. El nuevo Estado comenzó una campaña ideológica, política y propagandística para enterrar la memoria del artiguismo y calumniar a Artigas. La complementó con una política de atraer inmigrantes europeos y darles las mayores facilidades. Esta política fue financiada por bancos extranjeros y atrajo la atención de un aventurero italiano con ambiciones políticas: Garibaldi. Adversario de sus compatriotas republicanos como Mazzini, Garibaldi buscaba la unificación de Italia como monarquía y la conquista de colonias para fortalecerla. La fragilidad institucional del Estado oriental le atrajo especialmente. Intervino en las guerras civiles orientales que empezaron en 1836. Fue el máximo jefe militar del partido liberal pro europeo (colorado) y procuró que los italianos fueran reconocidos como ciudadanos naturales del país. Es importante reflexionar sobre los dos partidos políticos fundacionales, el “blanco” y el “colorado”. Sus colores distintivos surgen en 1836, y se usaron sólo para distinguirse entre sí, cuando se produce el golpe de Estado de Rivera contra el segundo presidente (Oribe). Pero sus programas sociales y políticos vienen de mucho antes. Sus dos fundadores fueron lugartenientes de Artigas y los dos lo abandonaron. Oribe se pasó a la Masonería independentista porteña; Rivera se pasó al enemigo. Oribe (Como el bonaerense Rosas) fue partidario de un federalismo proteccionista en manos de terratenientes; en cambio Rivera (como los unitarios argentinos, como Garibaldi) quedó al servicio de la “europeización” del territorio para desterrar la “barbarie” gaucha e india. Sin embargo, la Historia Oficial hace aparecer a ambos partidos en 1836, como ajenos a la derrota artiguista de 1820. Entender las raíces de nuestra identidad es entender las complejas tramas institucionales que se desencadenaron en un Estado tan dependiente y frágil. En décadas posteriores, en el Partido Blanco surgieron dirigentes de profundo patriotismo; y en el Partido Colorado, más tarde, interesantes reformadores sociales y hasta partidarios del socialismo. Si pensamos en liberación nacional, podemos evocar a los “blancos” Leandro Gómez y Saravia; si pensamos en socialismo, va con nosotros el “colorado” Julio César Grauert. Pero al complejo rompecabezas de nuestra identidad nacional todavía le faltan algunas piezas que deseo incorporar, más otras que seguramente no sé advertir. La identidad nacional, con su lucidez y sus prejuicios, es un factor central para reflexionar sobre cómo ocupar nuestro puesto en la lucha de la Humanidad contra el Capital imperialista.
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