Columna: Identidad Nacional (IV)
- La Juventud Diario
- 6 ene 2018
- 3 Min. de lectura

Por Gonzalo Abella Integrante del Coordinador Nacional de Unidad Popular
Cuando Gandhi abandonó la ropa occidental y volvió a vestir a la usanza tradicional de su pueblo, su liderazgo se reforzó. Si Fidel no hubiera conocido profundamente el ideario martiano, hubiera sido igualmente un genial conductor, pero no sería además la cubanísima expresión de su pueblo. Lenin conocía muy bien la historia de los pueblos del Imperio Ruso y sus tradiciones. A uno de sus folletos fundamentales le puso el mismo título de una novela de Chernishevski : “¿Qué hacer?”. “¿Qué hacer?” era una novela del siglo anterior pero tan popular en 1900 que Lenin debió ponerle un subtítulo a su trabajo para diferenciarlo de aquella. De Mao a Ho Chi Minh, de Lumumba a Chávez, de Zapata a Kim ll Sung, nadie convoca, nadie es creíble como expresión de su pueblo si no conoce sus tradiciones. Para insertar a nuestro pueblo (y a los entrerrianos, y a los misioneros) en la lucha común de la Humanidad contra el imperialismo, necesitamos conocer el Artiguismo como Doctrina. La Historia Oficial habla de Artigas, pero esconde la esencia de su Doctrina. En realidad le quita a Artigas su mayor virtud: ser expresión de un movimiento popular agrario e internacionalista. Para un programa actual de Patria, es más necesario conocer la Doctrina que los detalles de la vida de su más conocido representante, aunque Doctrina y prócer se refuerzan mutuamente. En los tiempos de Artigas coexistieron diversas concepciones dentro del proceso independentista continental. En nombre de la independencia se movían a veces juntos, a veces enfrentados, opresores y oprimidos. En el polo popular estuvo el alzamiento altoperuano de Tupaj Katari y Bertolina Sisa y la victoria de Haití. En el otro polo, pero también dentro de filas independentistas, estuvieron las logias masónicas, sus conspiraciones y sus acciones militares contra el colonialismo y contra los “desbordes” populares. Estos “desbordes” a veces eran impulsados por próceres que se escaparon de su control. Dentro de esa amplia gama de fuerzas debemos ubicar la Doctrina Artiguista, que fue una propuesta regional cuyo epicentro estuvo en la pradera oriental – entrerriana. Luego se expandió con idas y vueltas en escenarios provinciales vecinos y echó raíces firmes en suelo misionero. Y aquí llegamos a lo fundamental: en este territorio de Vaquería incontrolable y de mestizaje cultural, el Artiguismo expresó la alianza de los desposeídos con los propietarios ganaderos pequeños y medianos radicados en sus propios predios (“hacendados cimarrones”). Esta alianza se enfrentaba en forma irreconciliable contra los grandes latifundistas y contra las autoridades coloniales. A diferencia del pensamiento masónico, para el cual la principal libertad es la libertad de comercio empresarial, la Doctrina Artiguista en 1811 no se definía todavía como independentista, sino como la defensa armada contra el yugo opresor de la Plaza Fuerte de Montevideo, o sea, contra la burocracia colonial y los grandes terratenientes y tratantes de esclavos que eran sus beneficiarios. En la medida que la gesta independentista se vuelve continental, el Artiguismo busca alianzas con otras fuerzas patriotas, a veces menos radicales, en tanto acepten un pacto defensivo contra los centros hegemónicos de la Masonería. La estrategia geopolítica hará de la Liga Federal de los Pueblos Libres una coalición que introduce en su seno la contradicción entre opresores y oprimidos. Y surgirá una dualidad de poderes muy clara: los fogones del pueblo en armas serán el núcleo del poder popular, y los cabildos en su mayoría, partidarios de la moderación social. Cuando la naturaleza radical de la Doctrina Artiguista se pone de manifiesto (1815-1816) se quiebra la dualidad interna de poderes en la Liga y la mayoría de los cabildantes se pasan a la Masonería o a la invasión extranjera. La guerra popular hasta 1820 será llevada sólo por las fuerzas irregulares del pueblo. Los últimos “artigueños” abonaron la tierra para la siembra principal de nuestra identidad.
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