Columna Identidad nacional (III)
- La Juventud Diario
- 5 ene 2018
- 3 Min. de lectura

Por Gonzalo Abella Integrante del Coordinador Nacional de la Unidad Popular
Cada pueblo debe ocupar su lugar en la lucha mundial por la supervivencia de la Humanidad. Para eso, cada pueblo necesita conocer sus raíces e identificar sus demandas más urgentes, las que más lo movilizan… Sus raíces están presentes en la forma como jerarquiza sus prioridades, y sus prioridades son el primer escalón, local, que termina haciendo su lucha universal. En efecto: cada demanda concreta es un eslabón que termina enfrentando a cada pueblo a la cadena global de los intereses imperialistas. Por eso volvemos a nuestras raíces. La población humana asentada en la pradera por 12000 años y el Ecosistema tuvieron un impacto importante 500 años atrás con la introducción de la ganadería europea. El ganado tiene una diferencia con las plantaciones; el ganado se desplazaba por sus propios medios, y llegó a esta tierra 300 años antes de que se inventara el cerco de alambre. O sea que el ganado, a pesar de las autoridades coloniales y los latifundistas, no era controlable. Por la otra parte, entre todos los pueblos de nuestro Continente, los de pradera y pampa fueron los que más rápidamente se adaptaron a prácticas culturales y productivas europeas, porque eran los más expuestos. Por lo tanto la ecuación (pueblos de pradera) más (ganadería), generó la Edad de Cuero: ropa de cuero, calzado de cuero, tiendas de cuero, canoas de cuero, percusión en cuero, ollas de cuero, ligaduras de cuero, el arte del trenzado y guasquería, y hasta cañones de cuero (embudos rudimentarios cargados de pólvora y metralla). Pero además la abundancia de cueros generó apetitos en la Europa anglicana, calvinista y luterana, la de las primeras máquinas a tracción animal y humana, con poleas y correajes, la de los ejércitos inmensos que necesitaban calzado. El contrabando entre los pueblos de la pradera ganadera y los barcos de la Europa desarrollada fue incontenible. Y por esta vía llegó metal europeo, telas, armas de fuego, y piedra de yesca y pedernal para encender mejor el fuego. El seguimiento colectivo a caballo tras grandes masas de ganado, la facilidad mayor para encender fuego en cualquier lado, reforzaron esa movilidad que hizo pensar a los cronistas del siglo XVIII que el nomadismo había sido lo común en nuestros pueblos. Nuestra “Vaquería del Mar” generó un pueblo mestizo que vivió un colectivismo difuso sin exclusiones. Los charrúas acriollados, el grumete europeo que llegó fregando cubiertas, la prostituta que se atrevió a soñar, la mujer rebelde y transgresora que escandalizaba a los suyos, todos engrosaron ese colectivismo difuso que no hacía preguntas sobre el origen de cada uno. Allí también llegaron familias africanas prófugas de la infame trata negrera. Del crisol de raíces nació el Mundo Gaucho, donde, al decir de Atahualpa, “con permiso v’i a dentrar/ aunque no soy convidado/porque en mi pago un asado/ es de naides y es de todos”. Los hacendados cimarrones, que no vivían en Montevideo, sino que trabajaban su tierra y acopaban cueros con sus propias manos, se sentían parte de ese colectivismo difuso, eran parte del contrabando, y enfurecían a los latifundistas de asiento urbano y a las autoridades coloniales. Pero no era fácil expropiarlos, porque tenían título amparado en las Leyes de Indias que impulsaban la colonización. Esta contradicción se volverá política, abierta, en el siglo XIX. Artigas terminará definiendo a los grandes hacendados como “malos europeos y peores americanos” y al Mundo Gaucho como protagonista regional de la causa de los pueblos del Continente.
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