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“¿Dónde se juntan cinco mil almas y queman vivo al negro atado?. En Nueva York”

  • Foto del escritor: La Juventud Diario
    La Juventud Diario
  • 18 jun 2020
  • 3 Min. de lectura

“Esa de racista está siendo una palabra confusa, y hay que ponerla en claro. El hombre no tiene ningún derecho especial porque pertenezca a una raza u otra: dígase hombre, y ya se dicen todos los derechos” escribió José Martí.

En su obra Escenas Norteamericanas, el padre de la independencia de Cuba, reivindicado por los revolucionarios encabezados por Fidel Castro como el gestor del triunfo de 1959 , se preguntaba ya en 1892. “¿Dónde se juntan cinco mil almas, y una mujer prende las ropas de un negro atado, y quema vivo al negro?. En Nueva York.

El racismo de quienes gobiernen y han gobernado Estados Unidos, hoy exhibe su total vigencia con la ocurrencia de sucesivos crímenes cometidos por efectivos policiales contra ciudadanos negros.

Desde el siglo XVIII a la fecha, las atrocidades racistas en ese país no han cesado. Los reclamos de justicia tampoco.

José Martí vivió en New York durante 15 años, entre 1880 y 1895. En su obra escrita narró magistralmente distintos aspectos de ese país.

En una carta dirigida al “Sr. Director de El Partido Liberal” el 5 de marzo de 1892 escribía “Un pueblo quema a un negro”.

Allá en Texarkana, en la frontera de Arkansas y de Texas, allá donde el luisianés no quiere ir, el pueblo entero y los pueblos del contorno vaciaban los carricoches y carretas a la puerta de un establo. Los hombres iban de rifles y pistolas, en pelotones, a carreras, saltando—para llevar el recado más de prisa—al primer caballo que encontraban; las mujeres iban de sombrero, quitasol y pañoleta. Una hablaba y la aplaudía su grupo. Las mozas paseaban con sus novios. Se saludaban por las calles los desconocidos. “¡Allí viene! ¡Allí viene!”

Es el negro que sale amarrado de la caballeriza: uno lo empuja, otro le da en la cara: él marcha a pie seguro: “¡No ofendí a la señora Jewell! ¡me van a matar; pero no la ofendí!” “¡Te vamos a matar, perro Coy, a matar como un perro que eres, antes de que este alcalde nos eche las tropas que le pidió al Gobernador!”

Y lo llevan calle arriba, cercado de rifles, y detrás las carretas, y los carricoches, y los hombres y las mujeres, y las cinco mil almas. La plaza del pueblo va a parecerles bien, la plaza, en que empiezan dos vecinos a reclamar la ley: “¡atrás, esos oradores que quieren ley ahora!” Y al trote va el negro amarrado, “afuera, al campo limpio, donde vean bien todos”: y van corriendo, detrás de él, al trote, las cinco mil almas.

Quiso un piadoso subir con la cuerda, pidiendo aún que lo ahorcaran, y le bajaron a boca de rifle la piedad. Apretaron a Coy contra el tronco con cinchos de hierro. Le echaron por la cabeza baldes de petróleo, hasta que se le empaparon los vestidos. “¡A un lado la gente, a un lado, para que las señoras me vean bien!” Y cuando la señora Jewell, de pañoleta y sombrero salió de entre el gentío, al brazo de dos parientes suyos, rompió en vivas el pueblo: “¡Viva la señora Jewell!” las mujeres ondeaban los pañuelos: los hombres ondeaban los sombreros. La señora Jewel llegó al árbol, encendió un fósforo, puso dos veces el fósforo encendido a la levita del negro, que no habló, y ardió el negro, en presencia de cinco mil almas.


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