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Obituario por la muerte de un hermano de clase | Salud Pedro

  • Gustavo López
  • 27 may 2020
  • 2 Min. de lectura

Hasta donde se sabe, estar muerto no duele nada y la vida sí que duele.

Duele, en una forma lacerante, duele la vida de los desdichados, los desheredados, los solemnemente pobres.

Los que alguna vez supimos estar en la mala, a los que alguna vez nos faltó, aunque sea por un día un plato de comida desarrollamos una particular empatía con los que andan jodidos.

Mi hermano Pedro no era un héroe, se parecía más a un rufián sobreviviente de mil batallas.

Nació con el pasto entre los dedos y aprendió a dormir con el susurro del Olimar, sabedor de que las zafras son cortas y el año largo, supo ser peón rural, recolectó mejillones en Punta Ballena, fue contrabandista y conoció la soledad de la celda en la cárcel de Las Rosas por aquello que la justicia es como la crucera: siempre muerde al pie descalzo, administró una timba clandestina en un boliche hediondo en Treinta y Tres, transformó la materia con sus manos, albañil y sanitario por profesión y alcohólico por vocación.

Nunca sabremos cuánta frustración se ahogaba en cada copa, lo que sí podemos saber con toda certeza es que era un hombre bueno, solidario y sensible al dolor de su gente.

Generoso con los suyos, malo con el mismo.

Siempre dispuesto a dar una mano, terco en el trabajo y feliz en el encuentro con sus compañeros, una sonrisa asomaba entre su frondosa barba en cada acto o reunión entre los nuestros.

Despreciaba a los carneros, a los botones y a los patrones y quería sin condiciones a los que corrían su misma suerte, la suerte de los de abajo.

Nunca olvidaré aquel frío agosto cuando faltaban 5 días para el cumpleaños de mi hijo mayor y no tenía un mísero peso, y el Barba me llevó a trabajar de peón a un balneario del este; conocedor de mi escasa o casi nula habilidad para el trabajo manual me enseñó y dividió en partes iguales las ganancias de ese trabajo. Mi hijo tuvo regalo de cumpleaños y yo una experiencia que atesoraré el resto de mi vida.

Es cierto que las transformaciones sociales no se hacen con hombres de invernadero sino con hombres y mujeres de este mundo, con todas sus grandezas y miserias, con todas las contradicciones de la sociedad en que vivimos.

Yo quiero transformar la vida con hombres como el Barba.

En fin… te fuiste hermano. Cuando el mundo sea de los trabajadores, cuando el fruto de las manos del obrero vaya a parar a sus manos, cuando la cultura venza al vicio y no se precisen mostradores para aguantar la vida, ese día nos daremos un abrazo y nos diremos simplemente SALÚ!!


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